La globalización feudal – Publico.bo, Noticias de Bolivia y el mundo.

Escucha la noticiaEn términos de la globalización, hay un antes y un después de la pandemia del coronavirus del año 2020. Ese hecho histórico está íntimamente relacionado con las nuevas manifestaciones de la globalización y no puede ser soslayado. Ciertamente, hemos vivido otras formas de globalización o de mundialización (como dicen en Europa), desde el siglo pasado, incluso algunos autores se remontan a la revolución industrial de fines del siglo XVIII, mientras otros le otorgan mayor peso global a la revolución digital a partir de la creación de internet. Lo cierto es que ha habido sucesivas oleadas y que la pandemia ha sido un hecho globalizador de carácter instantáneo: en apenas tres días el mundo entero se detuvo por primera vez en su historia, cerraron todos los aeropuertos y fronteras, y nos vimos de pronto sumidos en una incertidumbre global, con más preguntas que respuestas. La gran paradoja de ese hecho globalizador, es que el coronavirus obligó a la humanidad a encerrarse, a replegarse sobre sí misma, en lugar de abrirse como era propio en los procesos globalizadores (ya sea económicos o culturales), que eran progresivos, nunca antes tan concentrados en un momento definido y con tanto alcance territorial. Nunca antes estuvimos tan vinculados de manera inmediata por un fenómeno globalizador que no lo es solamente por su alcance poblacional, sino porque afectó también de manera inmediata la economía, la sociedad, la política y la cultura. Podemos desglosar esos planos del quehacer humano y en cada nivel encontraremos impactos globales, imbricados en un mismo tejido: el medio ambiente, la salud, la educación, las migraciones, los recursos naturales, la geopolítica, la ciencia, la investigación, la convivialidad, el multilateralismo, las comunicaciones, los desafíos energéticos, las políticas de Estado, la democracia, etc. Esos términos contienen conceptos diferenciados, pero están todos relacionados en un mismo sistema complejo. Por mi formación inicial de cineasta, pero también por mis investigaciones académicas sobre sistemas complejos (Piaget y Rolando García), recomiendo una película reveladora y visionaria, que predijo diez años antes, escena por escena, lo que nos tocó vivir en la pandemia: Contagio (2011) de Steven Soderbergh, interpretada por una pléyade de formidables actores. Lo extraordinario de ella es la precisión milimétrica con que el guionista y el director imaginaron lo que iba a suceder en 2020. Todo está allí, narrado día a día durante las primeras semanas de una pandemia que, por definición, es un hecho globalizador: se inicia en Asia, a partir de un animal que transmite el virus a una persona que viaja a occidente, que contagia a muchas otras siguiendo las mismas pautas y la velocidad de reproducción con que diez años más tarde se produjo la expansión del coronavirus. El director ha tenido la habilidad de mostrarnos la relación íntima que existe entre el cuidado del medio ambiente y el virus: lo que pasó está relacionado con procesos de deforestación que expulsan de su medio natural a animales que portan virus transmisibles a humanos. Las consecuencias son globales: intervienen las relaciones internacionales, el papel de la OMS y de la investigación científica, el poder del dinero y de las empresas farmacéuticas, la marginación de los más vulnerables, los costos sociales y económicos, la transformación de la vida cotidiana, la violencia social, las migraciones, la geopolítica, etc. Todo lo que hemos vivido en 2020, condensado en dos horas de cine, lo cual, a su vez, es una muestra de la incidencia enorme de la cultura popular globalizada, con sus ventajas y desventajas. Pensamiento feudal globalizado Creo que a partir de 2020 (que coincide con la primera presidencia de Donald Trump), se inicia una suerte de globalización feudal. Me explico: nunca antes nuestro planeta ha estado tan librado a decisiones feudales que se toman en los centros de poder económico y político del mundo. Ya no se trata de una repartición de zonas de influencia del planeta, como sucedió durante la época colonial en África y Asia, cuando las potencias (Francia, Inglaterra, Bélgica, etc) trazaron las fronteras que hasta hoy persisten. Hoy vivimos algo diferente y más grave: el trilema de Dani Rodrik (2007) —globalización, Estado nación y democracia— parece tan lejano como la revolución industrial, apenas un objeto de estudio académico. Hoy, el planeta entero está a la merced de dos señoríos medievales con un alcance planetario. Por una parte, el sistema Trump (que es mucho más de lo que representa Estados Unidos como potencia), y por otra, el sistema feudal de China, encarnado en la figura de Xi Jinping, primer presidente en obtener el tercer mandato consecutivo a la cabeza de los principales órganos de autoridad. Ni Mao, el “gran timonel”, en su mejor momento, había concentrado tanto poder. Hay otros actores en esta etapa globalizadora, pero disminuidos como sucedió después de la Segunda Guerra Mundial. La vieja Europa ha sido reducida a un papel reactivo, sintiéndose como araña fumigada por dos costados, al igual que Canadá. Mientras tanto, los países petroleros del golfo pérsico mantienen su crecimiento económico exponencial, pero se alejan de cualquier tema de conflicto, como si dijeran: no nos metemos con el pleito feudal global, y ustedes no se metan con nuestra sociedad discriminadora y ajena a los derechos humanos. En ese contexto global polarizado, América Latina y África no tienen peso político, pero cargan con el peso de las consecuencias. Los BRICS harán lo que China decida, a menos que India y Brasil hagan valer su condición de las mayores economías en sus regiones. Rusia, con Vladimir Putin como jefe supremo vitalicio, con más de 30 años en el poder absoluto, jugará hábilmente como bisagra entre China y Estados Unidos, para los que no constituye una amenaza, sino un factor de equilibrio por su influencia en países del todavía existente “tercer mundo”. En la guerra de agresión de Rusia a Ucrania, confluyen paradójicamente los apoyos directos o velado de China y Estados Unidos. Rusia es la bisagra geopolítica. Los dos señores feudales que dominan el planeta lo hacen de diferente manera. Trump no deja de tener razón cuando proclama demagógicamente “Make América Great Again”. No nos equivoquemos minimizando el alcance de su prepotencia, creyendo que es solamente un slogan demagógico, porque en algún momento seremos simplemente caña de moler. Estados Unidos sigue siendo la principal potencia económica mundial, aunque los desmanes de Trump tengan un costo social y de infraestructura muy altos. Su deuda pública se eleva a cifras irreversibles, con muchísimos ceros, mientras que su industria está en decadencia y en la periferia urbana crece la violencia y la discriminación. Aunque hace pocos meses nos hubiera parecido una locura, Trump pretende imponer su globalización feudal por las armas, sin excluir la expansión territorial. No sólo ratifica el papel de árbitro mundial que ejerce Estados Unidos, sino el de policía del planeta, con criterios más cercanos al terrorismo de Estado que a la democracia. No sólo ha desatado una guerra comercial, sino una guerra militar. Eso de “recuperar” el canal de Panamá (por lo tanto, el país entero) o Groenlandia, no es sólo una amenaza, es un anuncio. Los bombardeos de Yemen, de los que poco se habla porque el horror de Gaza mantiene las miradas dirigidas hacia Israel, son un globo de ensayo para la estrategia de control territorial a través del juego de dividir para reinar. Lo mismo hizo en Camboya cuando fabricó el ejército de los Khmer Rojos, o en Medio Oriente cuando armó a ISIS. No es improbable que divisiones políticas en la propia población de Groenlandia (resentida con Dinamarca), faciliten una ocupación de facto de su territorio. La estrategia de Trump es sorprender lanzando bombas de fragmentación verbales para ver cómo reacciona el planeta. Hasta ahora ha tenido más éxito fuera de las fronteras de Estados Unidos que adentro. Una cierta institucionalidad que todavía subsiste en Estados Unidos ha permitido que jueces independientes, en aplicación de las leyes y de la constitución, puedan frenar o al menos cuestionar algunas de sus medidas altamente antisociales, pero probablemente serán neutralizados por nuevas “órdenes ejecutivas” que otorgan poderes absolutos al presidente. Un indicio del descontento interno es el impresionante discurso del senador demócrata de New Jersey, Cory Booker, quien el lunes 31 de marzo pasado habló en la cámara del Senado (en vivo y en directo por TV) durante 25 horas y 4 minutos, sobre lo que significa la segunda presidencia de Trump para los ciudadanos de su país. A nivel internacional vemos reacciones de temor y alarma, en algún caso desafiantes (Canadá o Alemania) y en otros casos conciliadoras (Francia o México). Europa parece desconcertada y desconcentrada. Trump está tomando el pulso de su paciente global antes de administrarle la dosis adecuada de veneno (sin la discreción de Putin cuando hace lo propio con sus adversarios). Si Trump siente que ha ido muy lejos, por ejemplo, con las tarifas que terminarán afectando en el corto plazo a la industria de su país, o la expulsión de migrantes que afectará a la agricultura, podrá retroceder unos pasos sin que ello signifique una derrota, pues ya habrá avanzado demasiado en la dirección a la que quiere ir para mantenerse en el poder otros cuatro años, aunque la constitución lo prohíbe. Trump pretende crear una burbuja de impunidad para sí mismo y para favorecer a los gigantes tecnológicos (Meta, Musk, Amazon, etc.) sobre los que se sostiene Wall Street, pero no debemos menospreciar el hecho de que la apuesta de cerrar las fronteras (migración, tarifas) y al mismo tiempo ampliarlas hacia nuevos territorios con ventajas económicas (Groenlandia, Panamá), marcará la geopolítica mundial durante su gobierno. Ya no podemos reducir el análisis al caso patético de un loco megalómano, ignorante y corrupto que dice estupideces, como tan bien lo describe el escritor inglés Nate White. La política proteccionista global de Estados Unidos puede ser un gran éxito para Trump o un fracaso rotundo, dependiendo de cómo respondan los otros bloques mundiales, sobre todo Asia y Europa. China mueve sus peones Por otra parte, está el feudalismo chino. La globalización económica de los últimos cincuenta años no ha favorecido tanto a Estados Unidos como a China. Sin grandes alardes, en los 12 años que tiene de gobierno Xi Jinping ha transformado su país hacia adentro, con obras de infraestructura gigantescas y maravillosas (por qué no decirlo, los son), un desarrollo tecnológico y científico abrumador, y una productividad laboral que sólo un sistema tan centralizado y autoritario puede garantizar. Hemos visto la evidencia del hospitalde Wuhan, de 1.600 camas y alta tecnología construido en diez días, puentes y estaciones de trenes de alta velocidad en 48 horas, ciudades enteras que florecen en un par de años, y otras proezas que igualan las más grandes del mundo contemporáneo. No por nada la muralla China es el parámetro de grandeza de esa civilización. Al mismo tiempo, China ha ocupado territorios en todo el mundo sin necesidad de bombardearlos. Su voracidad por las materias primas y su imperiosa necesidad de expandir mercados ha resultado en la ocupación sigilosa de economías y territorios donde hace apenas una década era impensable semejante penetración. Cuando trabajé en África en la década de 1990, la presencia internacional en la economía se reducía a supermercados cuyos propietarios eran indios, y empresas europeas de hotelería y turismo. El neocolonialismo europeo palidece hoy de humildad frente al avasallamiento chino. Las inversiones son enormes y no solamente generan empleo sino una cultura de trabajo eficiente antes inexistente en África. La explotación laboral de las empresas chinas supera con creces a las formas arcaicas y salvajes de explotación de niños en yacimientos de cobalto y coltán, en su mayoría víctimas de empresas de Europa, Estados Unidos y también China. Esta última, con más capacidad y más inversión, ha llegado a África para quedarse, además de afianzarse aún más en Asia. El más cercano golpe a la arrogancia de Estados Unidos, es el tratado de libre comercio entre China, Japón y Corea del Sur, que se hizo público el 30 de marzo de 2025: tres potencias económicas, las dos últimas aliadas incondicionales de Estados Unidos, pero que esta vez unidas por sus intereses regionales. La presencia china en Latinoamérica es aún pequeña comparada a la que tiene en África y, por supuesto, en los países asiáticos de su periferia. El puerto de Chancay, a 75 kilómetros de Lima, aparece como la inversión más emblemática en nuestra región, pero está también la red de transmisión de electricidad de ultra alta tensión desde la central hidroeléctrica de Belo Monte (Brasil), el parque solar Cauchari, cerca de Jujuy (Argentina), el segundo más grande de la región con un millón de paneles solares. Además, gigantescos proyectos de litio en Argentina y Chile, la represa hidroeléctrica Rucalhue en Bío Bío, en el centro de Chile, la explotación minera de Mirador en la Amazonía ecuatoriana, y otros proyectos mineros y carreteros bajo la iniciativa llamada “de la Franja y la Ruta”. China es el primer destino de exportaciones de Brasil, Chile, Perú, Uruguay y Panamá; y el primer origen de importaciones para Argentina, Chile, Brasil, Colombia, Paraguay, Ecuador, Perú y Bolivia. Entre los años 2000 y 2024 el comercio entre el país asiático y nuestra región se multiplicó por 35. Los grandes proyectos chinos favorecen la expansión china de la misma manera que lo hacían los programas de desarrollo de Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial. La filosofía es la misma: crear condiciones económicas en Asia, África y América Latina para que la mejoría del poder adquisitivo (países de renta media) impulse la creación de nuevos mercados para los productos chinos, favorecidos por la nueva política arancelaria de Estados Unidos. Las consecuencias de los megaproyectos chinos para los países receptores han sido estudiadas y denunciadas por instituciones de investigación: daños al medio ambiente y al tejido social local, contratos desventajosos para los países receptores (con cláusulas secretas), injerencia en políticas públicas nacionales, entre otros. Más de 50 organizaciones de la sociedad civil presentaron en febrero de 2023 al Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (CDESC) de la ONU un informe que analiza en detalle 14 proyectos (de energía, infraestructura y extractivos) de empresas chinas en nueve países latinoamericanos, donde se denuncia impactos ambientales negativos. Aunque Bolivia no significa nada para China en términos económicos, el horizonte de los intercambios comerciales ya tiene efectos nocivos en nuestro país. Un ejemplo es la producción de carne vacuna que se exporta a China, con graves daños ambientales por la deforestación masiva para pastizales y el uso intensivo de fuentes de agua dulce. Ello no representa nada para el consumo en China, pero deriva en un daño mayúsculo para Bolivia: China cuida sus bosques para que nosotros destruyamos los nuestros. Entre los dos proyectos de dominación feudal, nuestra región está en mayor desventaja que otras, cuyas economías son más fuertes y sus dispositivos políticos menos volátiles.   El multilateralismo en decadencia En el escenario global, Naciones Unidas ha perdido su rol rector. Aunque la Asamblea General multiplique votos resolutivos, estos son letra muerta porque el Consejo de Seguridad decide y en particular los miembros permanentes con derecho a veto. Las 56 acciones de buena voluntad comprometidas por líderes mundiales en el Pacto para el futuro, firmado el 22 de septiembre de 2024, son letra muerta apenas siete meses después, porque el gobierno de Trump pulveriza con su sola indiferencia cualquier intento de disminuir su poder en el sistema multilateral. Patear el tablero de negociación es el deporte favorito del nuevo gobierno estadounidense. Ya lo ha demostrado retirándose sin pestañear de la OMS y otras agencias de la ONU. Ni siquiera necesita apartarse, basta con dejar de financiar la parte que le corresponde, que, en la tradición demócrata de Carter, ha sido siempre significativa. Las figuras asociativas regionales para hacer contrapeso a Estados Unidos se han debilitado al mismo ritmo que han perdido contenido sus discursos políticos. Lo más tangible en representación de lo que antes se llamaba el “tercer mundo” es el BRICS, solo que ya no responde a su idea original y está controlado por China. Ni siquiera una economía tan importante como la de India tiene peso específico, menos aún Brasil, que sería la representación latinoamericana en esa sigla. Es un chiste ver los esfuerzos de Venezuela, Nicaragua, Bolivia y Cuba para adherirse al BRICS: ¿qué podrían aportarle? Más bien le restarían. En cuanto a México, su dependencia de Estados Unidos es mayor que nunca, y no le queda otro camino que estar a la defensiva y aceptar el papel que la potencia del norte le asigne en el tema de los migrantes y de las maquiladoras. Brasil tiene algo más de posibilidades de fortalecer el BRICS con un gobierno como el de Lula, pero no sabemos lo que vendrá después. América Latina no cuenta con una organización que represente al conjunto de la región porque con discursos no se llega muy lejos y las siglas regionales se han quedado en el discurso, incluyendo a la CAN y al MERCOSUR. La integración latinoamericana está más debilitada que nunca por fronteras ideológicas. Quizás las gestiones de Chile, Perú, México y Colombia en la Alianza del Pacífico, tendiendo la mano hacia potenciales socios asiáticos, sea un camino a fortalecer, siempre y cuando se sumen a Singapur los otros países de esa región. El panorama es sombrío para los Estados más débiles, con gobiernos corruptos como el nuestro, que han dilapidado las riquezas y escondido detrás de discursos de impostura su incapacidad de gestión y sus prácticas depredadoras de la naturaleza. No hay nada que esperar por ese lado. *La opinión expresada en este artículo es responsabilidad exclusiva del autor y no representa necesariamente la posición oficial de Publico.bo Cuentanos si te gustó la nota